La paz urbana y el fin del conflicto armado en Colombia
Por: CampoE Galindo
Se acerca inexorable la fecha del plebiscito en que los ciudadanos decidiremos si apoyamos los acuerdos que ponen fin al conflicto con la mayor de las estructuras armadas que han desafiado con las armas al estado, o si nos devolvemos de espaldas al abismo de la guerra. En la puja por doblarle el brazo al oscurantismo político que encarna el voto por el NO, aparecen realidades que van señalando de qué está hecha la barbarie en que hemos vivido. De esa manera, millones de citadinos que solo han visto la sangre y las lágrimas a través de sus televisores, decidirán como mayoría del censo electoral, si se acaba o continúa un conflicto que ha golpeado de frente a la otra Colombia: la rural, la más pobre, la más despojada y excluida.
Cuando hacemos pedagogía sobre los acuerdos y por la paz en las barriadas de nuestra ciudad, salta a la palestra casi inadvertida, la problemática de la inseguridad ciudadana consustancial al conflicto urbano propiamente dicho; la extorsión cotidiana, la negación del espacio público, el desplazamiento forzado, el homicidio, el hurto y la explotación sexual. Son pocos los que saben explicar que la guerra que se apaga, ha golpeado duramente y de diversas maneras a las poblaciones urbanas, así como las oportunidades que abre para ellas una solución negociada del conflicto social y armado.
Por sus causas objetivas, sus escenarios privilegiados y sus consecuencias más tangibles, el conflicto armado colombiano que está llegando a su fin, ha sido fundamentalmente rural. Medellín, Neiva, Barrancabermeja y otras pocas ciudades no obstante, conforman un pequeño grupo de ellas que han sido significativas en la geopolítica de la confrontación armada.
El conflicto urbano protagonizado por bandas, combos, pandillas y otras asociaciones delictivas, no es, como algunos han querido mostrarlo, un derivado ni una faceta del conflicto armado de carácter social y político que enfrenta al Estado con las guerrillas desde hace más de 50 años.
La estructuración de pandillas es un fenómeno urbano de vieja data que abarca a países pobres y ricos, centrales y periféricos de todo el mundo, con o sin conflictos armados internos. Ellas transgreden las normas de la convivencia pública, se articulan a las luchas por la construcción de identidades anti-globalización, controlan en sus áreas la circulación de bienes y servicios, y adaptan sus modalidades a la conflictividad propia del país o región donde operan, imponiendo formas particulares de habitar y de controlar la vida local.
Todos los movimientos guerrilleros del país intentaron, en diferentes momentos, ejercer control territorial sobre áreas urbanas. Invariablemente esos intentos terminaron en fracasos, incluido el del M19, que durante años le planteó al Estado el azaroso reto de los secuestros, las expropiaciones y tomas de rehenes en pleno pavimento.
La contrainsurgencia avanzó militarmente sobre barrios y comunas enteras en importantes ciudades hacia fines de los años noventas. Muchos de sus efectivos hicieron los trámites de la desmovilización que negoció el paramilitarismo con el expresidente Uribe, pero continuaron delinquiendo y finalmente fueron atrapados en las lógicas del delito organizado pandillero, que es normal en las grandes ciudades colombianas.
Los actores violentos organizados de las ciudades colombianas practican el control territorial y social sobre barrios, comunas y espacios públicos, siendo sus objetivos militares los demás actores, cualesquiera sean, que intenten arrebatarles esos controles, incluidos por supuesto los grupos de vecinos que les son adversos, líderes que consideren una amenaza potencial o simplemente “sapos”. Esa modalidad de violencia fuertemente territorializada, ha resistido los embates no solo del Estado sino que además ha resultado impenetrable para la insurgencia. Solamente la contrainsurgencia, de manera puntual, ha logrado instrumentalizarla cuando se ha adaptado a sus maneras y sobre todo a sus pretensiones económicas.
Los acuerdos de La Habana han sido explicados en bruto a los grupos sociales urbanos que tienen expectativas propias sobre ellos, razón que explica en parte el poco entusiasmo por acudir masivamente a refrendarlos. Se hace necesario un esfuerzo que hasta hoy todos han descuidado, pues no son las reivindicaciones ni reformas urbanas, ni los intereses específicos de sus habitantes los que se articulan en los acuerdos alcanzados. Si el conflicto es fundamentalmente rural y el actor rebelde igualmente lo es, no era de esperarse una negociación sobre el mundo del trabajo asalariado ni las territorialidades urbanas.
El voto urbano no puede reclamarse simplemente a título de una solidaridad con el campo. Hay por lo menos tres factores generales de interés que convocan a una participación masiva de los pobladores urbanos a favor de los acuerdos:
Uno. A nombre de ganar la guerra, derrotar al enemigo interno encarnado en las guerrillas y defender a las instituciones legítimas, los presupuestos anuales para la fuerza pública y el conjunto del aparato represivo se han elevado exponencialmente, dejando porcentajes decrecientes para las políticas sociales que son obligatorias para el Estado. Solamente el conflicto armado ha sido pretexto para sostener cerca de medio millón de hombres en armas, con su logística y tecnología de punta, en un derroche de recursos que deberían aplicarse a la educación, la salud, la vivienda y un largo etcétera de necesidades insatisfechas, que a su vez, alimentan las violencias que es imperativo reprimir, obviamente con más recursos. Millones de habitantes urbanos que se informan de la guerra a través de los medios, la consideran ajena, pues esos mismos medios no les han contado que tanto armamento sale de sus bolsillos.
Dos. Aunque es macropolítica del Estado colombiano la despoblación del campo para urbanizar el territorio y generar rentas inmobiliarias, el conflicto armado por sí mismo ha generado cerca de siete millones de desplazados que en su mayoría se han asentado en ciudades grandes y medianas. El desplazamiento forzado se ha convertido en política urbana, y los medios periodísticos no alcanzan a abarcar sus consecuencias nefastas para la calidad de vida de nuestras ciudades y sus ordenamientos socio-territoriales. La informalidad, el desempleo, la delincuencia y la insatisfacción de necesidades básicas que produce indigencia ambulante, no deberían clasificarse en la Colombia de hoy como problemas urbanos, sino urbano-rurales propios del conflicto social y armado. El verdadero ordenamiento territorial de nuestras urbes y la calidad de vida para todos sus habitantes, requiere que se ponga fin a una guerra que desplaza por millones y rompe todos los equilibrios demográficos.
Tres. En la concepción de “enemigo interno” que ha tenido el Estado, y que ha sustentado la persecución contra todo lo que se oponga al establecimiento, hay una percepción de universalidad de ese enemigo, que supuestamente se agazapa en las organizaciones populares y donde quiera que surja una protesta contra el statu-quo, sin importar el contexto territorial ni político. Para el establecimiento los rojos, los comunistas, los narcoguerrilleros, los terroristas, los castrochavistas, etc, no son del campo ni de la ciudad sino que están en todo el territorio nacional, y su persecución se hace por igual en todas las trochas, los barrios, los sindicatos, las universidades y los centros comerciales. Así, los derechos fundamentales a la protesta, la movilización y libre expresión, están tan cercenados en los campos como en las ciudades. Hay aspectos de la apertura democrática esbozada en el segundo punto de los acuerdos de La Habana, que tendrán que impactar el transcurrir de la vida política no solo en el campo sino en todo el territorio nacional.
Hemos estado ante un conflicto de clara connotación campesina en lo territorial, pero que en lo político y lo económico ha abarcado el país entero. Esto es lo que determina que el fin de la guerra sea un proyecto nacional, y que negociada la misma, tengamos el derecho a reclamar que de nuevo se barajen asuntos claves del contrato social, entre ellos, los del ordenamiento urbano, que desde siempre se han reservado a unas tecnocracias que no les dan la cara a los ciudadanos.
Los acuerdos de La Habana son limitados y parciales. Pero su importancia es mayúscula porque pondrán fin al mayor frente de guerra entre insurgencia y Estado. Si efectivamente cumplen ese objetivo, vendrán nuevas negociaciones y nuevos acuerdos sobre viejos problemas: en eso consiste nuestro entusiasmo. En Colombia han convivido múltiples violencias y todas deben ser resueltas, incluso las no políticas y las no organizadas; entre ellas se destaca por sus alcances el llamado conflicto urbano, íntimamente ligado al tráfico de estupefacientes y a la extorsión.
Puede decirse que la solución del conflicto urbano debe ocupar un lugar prioritario en la agenda nacional que se abre luego de firmar los acuerdos. No obstante ese tema es de largo plazo, como de largo plazo es la solución al problema de las drogas “ilícitas”. No habrá pues “victorias tempranas” en ese campo y corresponde empezar desde ya a planificar un conjunto de políticas integrales con dos componentes muy fuertes: uno social y otro judicial.
De cualquier manera, no estaremos ante una nueva negociación política ni se trata de graduar de rebeldes a delincuentes comunes, pero la sociedad si debe empezar a dar los primeros pasos hacia una concertación selectiva con aquellas estructuras criminales que se comprometan con proyectos de resocialización. Tales proyectos exigen una infraestructura instalada social y comunitaria al servicio de los jóvenes, que ofrezca alternativas a sus urgencias económicas y a sus aspiraciones en materia educativa, cultural, artística y deportiva.
El período de transición que se inicia con la refrendación de los acuerdos de La Habana, será útil si propicia nuevas mesas de negociación, no solo con el ELN sino también con otros actores de violencias, sean ellas políticas o no. Al ampliarse la agenda y por lo tanto el diálogo social, habrán de aparecer nuevos derechos que nunca tuvieron cabida en el limitado mundo de la vida pública nacional. Así, la precariedad de la vida urbana y la dura segregación que sufren la mayoría de sus pobladores, víctimas del conflicto entre estructuras mafiosas que abarcan el centro y las periferias, replantea el derecho a la ciudad como una reivindicación estructural que articula otras, como la seguridad, el espacio público, la vida nocturna y el acceso a los bienes y servicios que los mismos ciudadanos financian.
El conflicto armado que está próximo a resolverse, expresa la rebeldía de las poblaciones campesinas que durante décadas resistieron el despojo, el desplazamiento y las macropolíticas del estado, enderezadas durante muchos años a favorecer los agronegocios, los enclaves y la especulación. Esas poblaciones que se quedaron, hicieron de la vida en el campo su propio derecho. En la contracara, el derecho a la ciudad expresará el reclamo de las nuevas generaciones a la vida urbana como valor de uso, a la ciudad como obra construida colectivamente, que no puede ser apropiada como valor de cambio por minorías ávidas de ganancias que buscan en cada evento y cada espacio las rentabilidades que no distribuyen a la población. Hace 50 años nos enseñó Henri Lefebvre: la ciudad no es la urbanización. La primera es la obra humana, la obra de arte multigeneracional; la segunda es el negocio inmobiliario de la burguesía, el cemento y la precariedad espacial donde ella arruma a los pobres.
La paz urbana será pactada. El control territorial de barrios y comunas por mafias grandes y pequeñas, muchas de ellas federadas, ha sido impermeable hasta hoy para el Estado y para expresiones políticas alternativas. Se han ensayado políticas antinarcóticos, contrainsurgentes, militaristas, no exentas de radicalismo verbal y punitivo. Cualesquiera sean las negociaciones y las políticas futuras que emprendan el Estado y las comunidades urbanas hacia el logro de la paz, será necesaria una pedagogía sobre el derecho a la ciudad, que articule toda una gama de esfuerzos para que la transición política sea tangible en los centros urbanos y estos puedan sacudirse de las violencias organizadas que les han sido propias.