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De Cuba a Ucrania

Por Atilio Boron

John Saxe-Fernández y José Gandarilla, colegas de la UNAM y queridos amigos personales me invitaron a un evento que tendrá lugar en esa universidad para conmemorar el 50º aniversario la “Crisis de los Misiles” de Octubre 1962. Estoy honrado por esa invitación y espero poder acudir a tan importante cita. Pero su amable convite me llevó a plantearme una inquietante pregunta: ¿por qué cuando el mundo estuvo a punto de sufrir las consecuencias de un enfrentamiento terminal entre Estados Unidos y la Unión Soviética, las dos superpotencias nucleares del planeta, la crisis se solucionó en trece días? ¿Cómo explicar que una situación como esa se hubiera resuelto en unos pocos días de tensas negociaciones entre Nikita Khrushchev y John F. Kennedy y la crisis que se desenvuelve en Ucrania lleve ya más de seis meses sin que aún se atisbe el menor indicio de resolución?

La respuesta es bien sencilla: hace cincuenta años el territorio y la población de Estados Unidos se hallaban bajo el inmediato alcance de los misiles soviéticos, y Washington extremó sus recursos para aventar el peligro sin perder ni un minuto. Concretamente, se comprometió a retirar los misiles de medio alcance Júpiter que previamente había instalado en Turquía y que tenían como blanco a Moscú y Leningrado y que fueron los que motivaron la respuesta del Kremlin al hacer lo propio en Cuba. Pero hoy esa motivación no existe: Estados Unidos puede seguir incentivando las acciones bélicas en Ucrania sin que su territorio o sus ciudadanos deban pagar un costo por tan inmoral e irresponsable política. La destrucción de hogares, fábricas e infraestructura tiene lugar muy lejos de casa, en un país del Este europeo, y será el pueblo ucraniano el que ponga los muertos, los heridos y mutilados.

Mientras, en Wall Street la industria militar estadounidense prospera sin pausa alentada por la guerra en Ucrania y la creciente crispación de la situación en Taiwán. Junto a las cinco grandes tecnológicas (Amazon, Apple, Alphabet/Google, Microsoft y Facebook) las empresas vinculadas a la “defensa” son las más previsibles y rentables en un mercado accionario marcado por la incertidumbre y la volatilidad. La alta rentabilidad de las corporaciones del complejo militar-industrial garantiza el financiamiento de los procesos electorales en un país en el cual cada dos años hay una elección legislativa -la próxima el 8 de Noviembre- y cada cuatro años una presidencial. Las campañas son costosísimas y los mayores contribuyentes para los candidatos de ambos partidos por igual son las grandes empresas que, por supuesto, saben que sus donativos se traducirán en jugosos contratos una vez concluidos los comicios.

A lo anterior agréguese la criminal irresponsabilidad y la falta de patriotismo del gobierno ucraniano, presidido por Volodimir Zelensky, convertido en un fiel ejecutor de las órdenes de la Casa Blanca y carnicero de su propio pueblo. Bastaría con que este bufón del imperio, que en todas sus apariciones públicas se esmera en aparecer como un Rambo de pacotilla, estuviese dispuesto a aprobar una legislación prohibiendo la instalación de personal y equipo militar de la OTAN en su país para que la guerra llegue de inmediato a su fin. Pero no lo hace porque el diseño estratégico de Washington -puesto en negro sobre blanco por el informe de la Corporación Rand (2019)- es tratar de que Rusia se desangre en una guerra interminable como preludio a la fragmentación de su inmenso territorio, tal como se hizo con la ex Yugoslavia durante los años noventas. Y Zelensky está dispuesto a sacrificar a su propio pueblo y a permitir la destrucción de su país con tal de complacer a sus amos de Washington. En resumen: la Casa Blanca quiere “una guerra infinita”, como anhelaba George W. Bush (hijo), para destruir a Rusia y luego arrojarse con todas sus fuerzas sobre China; Zelensky actúa como un simple delegado de Washington aunque su país sucumba en ese empeño; y las Naciones Unidas dan una enésima prueba de su absoluta-y costosa- incapacidad para detener una guerra, lo que ratifica la creencia de que eso que pomposamente en Estados Unidos llaman “un orden internacional basado en reglas” no es otra cosa que el fraudulento estatuto de un imperio en decadencia.

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