Por: Miguel Angel Agostini. Articulista venezolano.
Si pudiéramos mapear el cerebro político de Donald Trump, no encontraríamos un diseño arquitectónico digno de un estadista. Encontraríamos, en cambio, una topografía caótica, un territorio lleno de vacíos, montículos improvisados, fosas de contradicción y cavernas sin ecos. Una morfometría del absurdo. Un paisaje mental incapaz de sostener la mínima coherencia que demanda la presidencia de un país complejo. Lo que para otros líderes es estructura, para él es un remolino desordenado.
Trump no es un político inconsistente, es la inconsistencia encarnada. Si un día declara una guerra comercial, al siguiente día firma la tregua. Si anuncia sanciones, después las diluye. Si exige mano dura, luego niega haberlo dicho. Vive en un estado de contradicción permanente, como si sus palabras fueran globos que suelta sin mirar dónde aterrizan. Su presidencia es, en esencia, una retahíla de impulsos sin memoria.
El caso de los aranceles es emblemático. Lanzó amenazas económicas como quien lanza confeti, sin cálculo, sin visión, sin entender que un país no es un juguete y que las decisiones comerciales repercuten en millones de familias. Los mercados, que dependen de estabilidad, vivieron saltos nerviosos porque él decidía improvisar políticas económicas desde el teléfono. ¿Consecuencia? Pérdida de credibilidad global, socios desconfiados, empresas confundidas. Esa volatilidad es su sello.
La política exterior tampoco se salvó. Una semana abrazaba a un dictador con declaraciones melosas y al mes siguiente volvía a la retórica agresiva. Un día decía que Estados Unidos está más fuerte que nunca, al día siguiente aseguraba que todo estaba en ruinas por culpa de otros. En boca de Trump, la verdad deja de ser una categoría racional y se transforma en un objeto maleable, moldeado según el impulso emocional del momento.
Sus ataques verbales contra figuras políticas —y el posterior acto reflejo de negarlo, suavizarlo o reinterpretarlo— lo retratan como un líder sin columna vertebral ideológica. Exige castigos extremos, luego retrocede. Lanza acusaciones extravagantes, después afirma que hablaba «en broma». Es un presidente que no sostiene ni sus propias palabras. La inestabilidad, en él, no es un lapsus, es una disciplina.
Su relación con la prensa es otra prueba de su frágil estructura mental. Un día insulta a periodistas de forma grotesca, los acusa de ser «enemigos del pueblo»; al siguiente, elogia a otro porque le hizo una pregunta complaciente. Trump trata a la libertad de prensa como un juguete personal, desprecia, utiliza, descarta, manipula. Su comportamiento revela una desconexión profunda entre su cargo y su temperamento. La presidencia exige templanza. Él ofrece arrebatos.
Si metiéramos todo esto en un análisis morfométrico —metafóricamente hablando— encontraríamos un cerebro político con deficiencias severas: Déficit de memoria coherente; Fallas en la consistencia lógica; Lagunas enormes en pensamiento estratégico; Atrofia evidente en el control emocional; y, Hipertrofia en el impulso inmediato y la necesidad de atención.
El resultado, un liderazgo disfuncional. Estados Unidos no puede permitirse un presidente gobernado por sus propios sobresaltos. La nación, con todas sus crisis —violencia social, polarización, desigualdad, tensión económica— requiere un liderazgo estable. Trump ofrece lo opuesto, un carrusel mental donde cada vuelta contradice a la anterior.
Para el ciudadano promedio, esto genera un desgaste emocional tóxico. La incertidumbre se acumula como una nube densa. Cuando la palabra presidencial cambia cada día, cuando la brújula nacional se mueve sin sentido, el país entra en una especie de trastorno colectivo. No hay confianza en las instituciones. No hay rumbo. No hay sensación de futuro. Solo caos.
En el ámbito internacional, la imagen de Estados Unidos se diluyó en ridículo. Los aliados no sabían a cuál versión de Trump creerle: ¿al de la mañana, al del mediodía o al de la noche? Los adversarios, en cambio, vieron una oportunidad. Un líder inestable es una nación vulnerable. La confusión que él generaba se convirtió en el principal obstáculo del país.
Trump insiste en presentarse como un genio, pero sus actos hablan de otra realidad. Habla de inteligencia, pero sus contradicciones constantes lo presentan como un hombre atrapado en su propio ruido interno. Habla de fuerza, pero su temperamento revela fragilidad. Habla de grandeza, pero su forma de actuar reduce la presidencia a un espectáculo de egos y rabietas.
Si la política es un mapa, Trump es un laberinto sin salida. Si el liderazgo es una brújula, Trump es un imán que la distorsiona. Si la coherencia es un camino, Trump camina en círculos. Lo preocupante no es solo su incoherencia, sino que millones aún quieran justificarla como estrategia. No lo es. La incoherencia no es una táctica, es un síntoma.
Una morfometría simbólica de Trump revelaría una mente incapaz de sostener el peso intelectual y emocional del liderazgo nacional. No se trata de diferencias ideológicas, se trata de capacidad. Y esa capacidad, en él, muestra fracturas profundas.
Estados Unidos necesita un presidente, no un improvisador. Un estadista, no un generador de caos.
Un cerebro íntegro, no un rompecabezas roto. La nación merece algo más que contradicciones. Algo más que impulsos. Algo más que un hombre que se desmiente a sí mismo cada amanecer.
Esto debe servir para que el gobierno de Maduro haga una análisis serio y profundo de la personalidad de Mister Trump. Hay cabida para hacer cinco escenarios bajo unas mismas categorías como su comportamiento, lenguaje corporal y del contenido de sus respuestas sobre los temas abordados (su capacidad cognoscitiva y lenguaje discursivo). Su carrera política es corta y de allí lo fácil del análisis para la defensa, interés y protección de Venezuela y nuestra gente. Recomiendo prestar mayor atención a los escenarios más oscuros, por su deliro, locura y estado de ánimo del personaje.