Para los palestinos, sin los palestinos
Por Lautaro Rivara
Sociólogo argentino y Doctor en Historia. Cortesía Blog Todos los puentes
En una nueva variante histórica de una política colonial que —para sorpresa de nadie— no contempla a los colonizados, Donald Trump propuso, con el respaldo de Benjamín Netanyahu, su mentado “plan de paz para Gaza”. Ya desde el comienzo queda de manifiesto que se trata de una formulación unilateral por parte de las dos únicas entidades beligerantes: el Estado colonial de Israel y los propios Estados Unidos, hasta aquí su principal soporte, proveedor, garante y financista. Ni los palestinos como pueblo, ni sus expresiones organizadas en la Franja de Gaza, Cisjordania o la diáspora hacen parte de una aparente “solución” que fue diagramada a miles de kilómetros de distancia de la Palestina histórica, en la Oficina Oval de la Casa Blanca.
El primer punto establece que Gaza será “desradicalizada” y despojada de “terrorismo”. Es decir que Hamás, la organización política que ganó holgadamente las elecciones legislativas del 2006 en la Franja (comicios certificados como limpios y transparentes por casi todo el espectro de la comunidad internacional) y que gobierna desde entonces el enclave con una autoridad en extremo limitada por la presencia de la propia potencia ocupante, deberá auto-disolverse, y sus dirigentes y militantes entregar sus armas y partir a un exilio sin retorno, procedimiento que sería supervisado por “observadores independientes” no especificados.
¿Pero qué hay de sus “bases” y de sus simpatizantes, que podríamos cifrar en decenas e incluso en cientos de miles de personas? ¿Cuál será la “línea de corte” para identificar y separar a simpatizantes, militantes no armados y combatientes? La misma y errónea percepción occidental de Hamás como “grupo terrorista” se da aquí de bruces con la realidad de una organización político-militar que obtuvo 440 mil votos en las elecciones legislativas de 2006, y que sostiene un gran respaldo y una indudable capilaridad social, hasta el punto de que no pudo ser desmantelada ni siquiera con la eliminación física de sus líderes históricos –empezando por el propio Yahya Sinwar– ni con el completo arrasamiento del territorio bajo su influencia.
Pero este principio de exclusión no se aplica tan sólo a Hamás, el monstruo de turno de la narrativa occidental (como en los 60 y 70 se definió a Fatah y la OLP, o en la rebelión árabe del 36-39 a los “comandantes de campo” de la insurrección), sino que el plan se propone vetar también a lo que llama “otras facciones”, entre las que cabe considerar a la Yihad Islámica Palestina y los Comités de Resistencia Popular, amén de otras organizaciones.
Para llenar el vacío político resultante, el “plan” propone como autoridad nominal a un esquivo “comité palestino, tecnocrático y apolítico” que estaría supeditado a una “junta de paz” internacional, presidida por el mismísimo Donald Trump, quién con su diligente accionar busca nada menos que conquistar el tan ansiado Nobel de Paz. Además, la “junta” estaría integrada por el ex Primer Ministro británico Tony Blair, una de las piezas claves de la coalición occidental que devastó Irak a partir de la guerra de 2003, ocasionando más de un millón de muertos y desplazando a más de 4 millones de personas.Ironías de la historia –o cinismo imperial– sería un High Commissioner inglés el encargado de conseguir la paz en Palestina, cuyo drama histórico empezó con el mismísimo Mandato Británico de 1920-1948 y con la Declaración Balfour de 1917 que dio alas al proyecto colonial sionista.
Casualmente, esta política diseñada “para los palestinos, pero sin los palestinos”, ha recibido un respaldo vertiginoso y casi unánime en el mundo occidental, en particular de parte de una decena de países del Norte Global que recientemente decidieron reconocer a esa entelequia llamada “Estado palestino”. ¿Pero se puede reconocer a un Estado palestino sin reconocer el derecho soberano de su población a autodeterminarse y a elegir a sus propios representantes, cosa que el “plan de paz” contradice de manera flagrante?
El tempo de la colonización
No es la primera vez que el régimen colonial israelí se debate y alterna entre estrategias de colonización lenta y fases de conquista fulminantes. Los debates entre las diferentes modalidades del proyecto sionista, la presión internacional, la resistencia de los colonizados, el recelo de los países vecinos, las oportunidades ofrecidas por cada coyuntura y un sin fin de otras variables han determinado, en cada momento histórico, el tipo de colonización a seguir.
Las fases más rápidas son por regla general más violentas y más costosas en términos políticos, sobre todo de cara a la comunidad internacional. En general, cada ciclo de conflictividad abierto entre Israel y los vecinos del mundo árabe fue utilizado como pretexto para adelantar las líneas de la colonización y profundizar el sistema de Apartheid: así sucedió tras la guerra de 1948 con las líneas de armisticio establecidas en 1949 (línea verde) que vinieron a reemplazar las previstas por el plan de partición de la ONU; tras la “guerra de los seis días” de 1967 (con la ocupación resultante de Cisjordania, Jerusalén Oriental y Gaza, pero también de los Altos del Golán sirios y la península egipcia del Sinaí); e incluso como resultado de la ambivalente guerra de Yom Kipur en 1973, que terminó llevando al poder a los extremistas del Likud y relanzó y radicalizó la política de asentamientos ilegales, dándoles además un carácter cada vez más oficial, religioso y étnico.
Pero esto cambió tras el fin de las últimas tentativas de las fluctuantes coaliciones árabes de derrotar al régimen colonial israelí, y sobre todo con la firma de los Acuerdos de Camp David y el Tratado de Paz entre Israel y Egipto en 1979, que comenzó a “normalizar” las relaciones entre la entidad colonial y algunos de sus vecinos más dialoguistas. A partir de entonces, la narrativa dominante se concentró en el chivo expiatorio de un enemigo interno. Así, los nuevos argumentos para expandir el régimen colonial y culminar la limpieza étnica comenzaron a fundarse cada vez más en la presunta “amenaza existencial” que entrañaría la resistencia palestina armada, sin importar la completa asimetría de fuerzas entre el Estado de Israel y las organizaciones político-militares indígenas.
Israel, que a través de su teología política oficial se presentó siempre como el pequeño e inerme David que luchaba contra el hipertrofiado y bárbaro Goliat del mundo árabe, comenzó a medir sus fuerzas contra un enemigo endógeno definido ante todo como “terrorista”, desde la OLP de los años 60 y 70 hasta el Hamás del presento siglo, lo que se profundizó con la derrota de la invasión de Israel al Líbano en 2006 a manos de Hezbolá y con la formulación de la doctrina Dayiha, que borró las últimas y ya precarias distinciones entre civiles y combatientes, proponiendo una guerra asimétrica y desproporcionada contra el conjunto de la población objetivo. Las últimas coartadas vinieron de la segunda intifada –predominantemente violenta y armada– entre los años 2000 y 2005, y de la victoria de Hamás en el enclave colonial gazatí en 2006.
Un Oslo degradado
La pregunta que se impone ahora es: si los Acuerdos de Oslo fracasaron, ¿por qué no habrían de fracasar unos acuerdos que parten de un lugar de enunciación y de una coyuntura infinitamente peor? Ahora, a diferencia de la década del 90, no hay un interlocutor palestino reconocido (en aquella época la OLP de Yasir Arafat); no estamos en un momento de acumulación de la resistencia palestina, como fue el de la primera intifada de 1987-1993, sino frente a un momento de empoderamiento y radicalización israelí; el plan de paz se propone como una alternativa extorsiva a un genocidio en curso (su aceptación sería condición sine qua non del ingreso de ayuda humanitaria a una Gaza devastada por el hambre, la enfermedad y los bombardeos); la participación y veeduría de la “comunidad internacional” sería en este caso nula, y un largo etcétera.
Al menos Oslo tenía plazos y metas (que nunca se cumplieron, o que fueron eludidas con cláusulas y subterfugios). Aquí, en cambio, se habla de “reformar la Autoridad Palestina”, que conducida por la OLP expresa a la otra fuerza política con mayor representatividad, aunque cada vez más cuestionada, entre la población palestina. Ésta, según la propuesta de Trump, deberá ser reformada para que “finalmente se den las condiciones para una vía creíble hacia la autodeterminación y la creación de un Estado palestino”. Nótese la cantidad de indirectas de la frase. Algún día se darán las condiciones para que algún día se habrá el camino para que algún día… El objetivo, declarado, sería la “coexistencia pacífica y próspera entre Israel (un Estado) y los palestinos (un grupo humano definido en esta propuesta al margen de toda noción de soberanía y autodeterminación, empezando por su derecho inalienable a la resistencia –incluso armada– frente a la colonización).
Además de los 20 puntos (o 21 según algunas versiones de la prensa israelí, como las recogidas por The Jerusalem Post y The Times of Israel), Trump presentó un mapa de la Franja, en donde se demarca la zona bajo efectivo control israelí (en la costa), así como dos zonas que expresarían dos etapas futurasde un plan de retirada que no contempla plazos, así como una “zona de amortiguación” que debería garantizar la seguridad de un Israel que, se sobre-entiende, podrá permanecer allí de manera indefinida. Es difícil ver este mapa y no recordar la división de la Cisjordania post Oslo entre las famosas zonas A, B y C, que debieron propender, también de manera paulatina, al establecimiento de una autoridad palestina en toda la región, pero que acabaron con la ocupación de facto por parte de Israel de más del 60 por ciento de este territorio.
Esto nos lleva a otro punto importante: lo más importante del “plan de paz” no es lo que enuncia y propone, sino lo que silencia y omite. La ocupación israelí de 1967 consolidó a la Palestina histórica como un territorio geográficamente discontinuo; a esa discontinuidad territorial se sumó en este siglo la discontinuidad política, merced a la fractura operada en el seno de la resistencia y a la guerra civil desatada entre Fatah y Hamás. Ahora, el plan de Netanyahu y Trump vuelve a horadar esta continuidad, desconectando la negociación en torno a Gaza de la situación general de los territorios palestinos ocupados, incluyendo Cisjordania y Jerusalén Oriental.
Así, lo que podría verse como una moderación o una tregua en el asedio a Gaza y en la limpieza étnica en curso, podría significar en cambio una intensificación de la balcanización de una Cisjordania convertida en un archipiélago inconexo, con la presencia de más de 400 asentamientos ilegales y más de 750 mil colonos. No es casual que en estas semanas el gobierno israelí haya relanzado el Plan E1, que data del siglo pasado, y que se propone, mediante nuevos asentamientos, fracturar a Cisjordania en dos, aislar a Jerusalén Oriental de importantes ciudades palestinas como Ramala y Belén, y expulsar a las históricas comunidades beduinas que habitan la zona. Y que además, hace apenas una semana, Israel haya cerrado el paso de Allenby que conecta Cisjordania con la vecina Jordania, estrechando aún más el cerco sobre la región.
¿Ceden algo Netanyahu y Trump?
La respuesta, lacónica, es nada, o casi nada. En este contexto, y leyendo con literalidad y buena fe la letra del plan de paz propuesto (sobre todo el punto 16), podría llegarse a considerar que tanto Trump como Netanyahu transigen al proponer un alto al inclemente asedio comenzado hace casi dos años (recordemos que Estados Unidos vetó en el Consejo de Seguridad ¡seis! propuestas de alto al fuego).Del lado del premier israelí, éste pareciera consentir que la anexión de Gaza no será inmediata, así como tampoco se consumará el anunciado desplazamiento de la población gazatí, ya sea hacia el reticente Egipto, o hacia algunas seudo-naciones africanas como Somalilandia o Puntlandia.
Sin embargo, el acuerdo le compra al líder del Likud un valioso tiempo, y le permite capitalizar como negociación pacífica lo que en realidad es un duro impasse militar (de facto, ni siquiera el arrojar los kilotones equivalentes a varias bombas de Hiroshima sobre un territorio minúsculo han logrado remover de allí a toda, y ni siquiera a la mayoría de su población). Sin embargo, el plan da una pátina de legitimidad a la presencia militar israelí, que podrá medrar allí con objetivos opacos y plazos indefinidos. Además, con un historial de incumplimientos crónico, Israel podría alegar nuevas, diferentes y oportunas “amenazas existenciales” (un cohete casero, una lluvia de piedras) y prolongar su ocupación ad infinitum. Sin metas ni garantías, lo más probable es que suceda en la “nueva Gaza” lo que en la Cisjordania post 1967: la partición del territorio, su inviabilización merced a una nueva ronda de asentamientos ilegales, y su lenta deglución por parte de la voraz entidad colonial, ahora sin adversarios políticos ni militares en el enclave.
Por otro lado, el acuerdo promete desescalar o al menos congelar una peligrosa oleada de deslegitimación internacional del régimen colonial que carece de antecedentes históricos: los síntomas, bien conocidos, son algunos resonantes triunfos del movimiento de Desinversión, Boicot y Sanciones (BDS) en lo que refiere al boicot artístico y cultural a Israel, así como unas todavía muy incipientes sanciones económicas y militares; la enorme flotilla civil humanitaria que navega ahora rumbo a Gaza, cosechando una enorme visibilidad y simpatía internacional; el creciente reconocimiento simbólico del “Estado de Palestina” y las críticas públicas al gobierno israelí de parte de sus propios y más estrechos aliados; las órdenes de captura de la Corte Penal Internacional y el proceso impulsado por Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia; así como el profundo aislamiento israelí en las Naciones Unidas, visible en el soliloquio de Netanyahu en la última Asamblea General, el informe de la comisión independiente de expertos que certificó el genocidio en curso, o en el minucioso trabajo de documentación y denuncia de la relatora especial Francesca Albanese.
De lado de Trump, ´pudieran parecer sepultados los sueños de hacer de Gaza la “gran rivera de Oriente Medio”. Sin embargo, los puntos 10 y 11 parecen reformular, con otro nombre, la vieja idea de especular con los recursos naturales y el potencial inmobiliario y turístico de una Gaza “reconstruida”. Lo mismo vale para el rol expectable de países colaboracionistas como Egipto y Jordania, así como de los Estados signatarios de los Acuerdos de Abraham en 2020. Pero analizaremos la dimensión internacional del plan y las lucrativas veleidades de la esperada “reconstrucción” en un próximo artículo.