Por Lautaro Rivara. Cortesía Blog Todos los puentes.
Sociólogo, periodista, docente e investigador.Postdoctorante en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
En la primera parte analizamos el contexto internacional de transición hegemónica y repliegue estratégico en que se da la agresión contra Venezuela, el movimiento de todas las piezas del ajedrez militar en el Caribe y la inverosímil coartada de la “lucha contra las drogas”. En esta segunda parte nos enfocamos en el rol de la economía petrolera y las vías aparentemente muertas de la negociación bilateral con los Estados Unidos, en las operaciones de prensa y psicológicas desplegadas para anticipar y justificar la intervención, así como en los antecedentes y variantes concretas que podría expresar una eventual agresión.
1) El petróleo y las vías (muertas) de la negociación
Desde hace un siglo, cuando Venezuela se convirtió en el mayor exportador de crudo del mundo, todo lo relacionado al país huele a petróleo. A grandes rasgos, podríamos sintetizar la ambivalente relación de las sucesivas administraciones norteamericanas con el proceso bolivariano en base a una tensión constitutiva: el deseo de garantizar un abastecimiento seguro, barato y de corto plazo de hidrocarburos venezolanos (que siempre ofreció condiciones comerciales ventajosas, incluso bajo gobiernos chavistas), y las tentativas –con mayor o menor brío según la etapa– de derrocar al principal adversario de la región en lo que va del siglo.
Es imposible exagerar el significado de la impugnación bolivariana al dominio estadounidense en América Latina y el Caribe, más cuando estamos conmemorando 20 años exactos de la derrota del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) en Mar del Plata en 2005, la iniciativa comercial más ambiciosa de los Estados Unidos en décadas. Lo mismo si consideramos que buena parte del impulso integracionista y soberanista de la “primavera latinoamericana”, de ALBA-TCP a Petrocaribe, desde la UNASUR a la CELAC, estuvo sobredeterminada por las fuerzas cinéticas de la Revolución Bolivariana y por el carisma y empuje desbordante de Hugo Chávez Frías.
Si bien Venezuela es “apenas” el tercer exportador de petróleo hacia los Estados Unidos (por debajo de Canadá y México) la nación gran-caribeña sigue teniendo las reservas probadas más importantes del planeta en la Faja Petrolera del Orinoco (1.300 millones de barriles). Además, la economía hidrocarburífera norteamericana se desarrolló en estrecha simbiosis con la venezolana, hasta el punto de que las refinerías del Golfo de México, que abastecen a todo el sur del país, están especialmente diseñadas para refinar un petroleo pesado y extra-pesado como el venezolano.
La paradoja es que cada nuevo round de agresiones contra Venezuela ha empujado al país más y más al campo de los contendientes geopolíticos del gran hegemón en declive. Si en la política no hay vacíos, en la geopolítica mucho menos. Cada posición diplomática, comercial, tecnológica o militar perdida o abandonada por los Estados Unidos es reemplazada desde hace años por potencias rivales como China, Rusia o Irán, amén de otras menores. Curiosamente esto sucede justo en el momento en el que la explícita reactualización de la Doctrina Monroe busca librar al hemisferio de “influencias malignas”, como las define un importante think tank de la OTAN. Si consideramos los flujos actuales, China se consolidó en apenas un lustro como el principal comprador de petróleo venezolano, muy por delante de los Estados Unidos. Europa también aumentó drásticamente sus importaciones como resultado de la guerra de Ucrania y las trabas –en buena medida autoinducidas– al abastecimiento ruso, mientras que la India emergió también como un actor de peso.
Pero otra variable, más allá de la petrolera, ha ganado protagonismo en los últimos años, pese a que históricamente había sido marginal a la hora de definir la relación bilateral: la migración. La crisis económica del año 2013, pero sobre todo el devastador impacto de más de 900 medidas coercitivas unilaterales a partir de 2015 indujeron a millones de personas a abandonar el país, muchos de ellos con destino a los Estados Unidos. Más allá de la manipulación política de las cifras reales, y de la confusión deliberada entre migrantes económicos, exiliados y refugiados, la administración Biden concedió a los venezolanos en 2021 el Estatuto de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), que protege a los migrantes contra la deportación y les otorga una serie de beneficios en sintonía con la narrativa dominante de “emergencia humanitaria, colapso del Estado de derecho y crisis económica catastrófica” que habría atravesado el país. Desde entonces, la posibilidad de renovar o la amenaza de suspender el TPS que hoy por hoy ampara a 300 mil ciudadanos venezolanos ha operado como otro elemento transaccional en las relaciones bilaterales.
En estos últimos años el lobby petrolero, y en particular la compañía Chevron, han hecho valer sus intereses en relación a Venezuela, logrando prorrogar sus licencias para operar en el país, limitando de esta manera el impacto de las sanciones energéticas, y morigerando de algún modo los intentos más radicales de propiciar el “cambio de régimen” a través de una larga saga de infructuosas aventuras intervencionistas, que incluyeron golpes de Estado, sabotajes, “guarimbas”, intentos de invasión, “sanciones”, incursiones paramilitares, “presidentes” autoproclamados y un largo etcétera. Contra los sucesivos saltos al vacío –la mayoría de las veces sin red– propuestos por la oposición local o por el visceral antichavismo de Miami, el complejo petrolero ha operado por lo general con mayor mesura y pragmatismo. ¿Para que apostar a estrategias que podrían desestabilizar por completo el país y alterar el flujo del “excremento del diablo” (como supo llamarle el mentor intelectual de la OPEP, Juan Pablo Pérez Alfonzo)? Las contradicciones del caso las ilustra el acuerdo establecido hace apenas una semana, por el que la administración Trump habilitó a Trinidad y Tobago a explotar gas natural con Venezuela, quedando eximida de las sanciones pertinentes.
En torno a estos elementos (la economía petrolera, el “cambio de régimen” y la cuestión migratoria) se han debatido las dos líneas fundamentales en que se divide el establishment norteamericano en relación al affaire Venezuela. El primer ala –negociadora y pragmática– la expresa Richard Grenell, representante del riñón del del movimiento MAGA y enviado especial de Trump en Venezuela. La segunda –mucho más intransigente y belicosa– la encarna Marco Rubio, Secretario de Estado, hijo de inmigrantes cubanos y representante de los sectores más radicalmente anti-castristas y anti-chavistas del sur de los Estados Unidos. El primer ala intentó retomar el espíritu de los fracturados Acuerdos de Qatar y prorrogar el alivio a las sanciones energéticas decretado por Biden en octubre de 2023, lo que dio a Venezuela un auténtico respiro y le permitió retomar el control de sus principales variables macro-económicas. La segunda es partidaria de volver a la estrategia de “máxima presión”, clausurar toda vía negociadora y consumar el tan ansiado cambio de régimen. La novedad de esta etapa es que la línea Rubio y el lobby de Miami parece haberse impuesto a la estrategia Grenell y el lobby petrolero, lo que explica en parte el despliegue militar en el Caribe y lo que eleva exponencialmente las posibilidades de una intervención.
2) Las operaciones de prensa y la guerra psicológica: un coro por la intervención
La cognitive warfare, uno de los paradigmas emergentes de la guerra contemporánea, es definida como el intento de “atacar y degradar la racionalidad (del enemigo), para explotar sus vulnerabilidades y obtener su debilitamiento sistémico” a través de “actividades militares y no militares deliberadas y –esto es fundamental en el tema que nos ocupa–, sincronizadas”. De lo que se trata, según los manuales al uso de la OTAN y las agencias de inteligencia, es de inducir y mantener una “ventaja cognitiva”. Para este enfoque, la guerra cognitiva “no es el arma con el que luchamos: es la lucha misma”. Aquí entra en acción un amplio abanico de tácticas que van desde la instrumentalización de medios y redes sociales, la fabricación masiva y segmentada de noticias falsas y la manipulación de la percepción a través de operaciones de guerra psicológica. El dominio privilegiado de la guerra cognitiva no es tanto el raciocinio; sus dardos se dirigen al inconsciente, los prejuicios y las emociones.
Este paradigma nos permite comprender el perfecto nado sincronizado de agencias de inteligencia, dependencias de Estado, corporaciones tradicionales de prensa, “influencers” de redes sociales y actores políticos y diplomáticos que vienen desde hace más de dos meses instalando y legitimando la posibilidad de una intervención directa de los Estados Unidos en Venezuela. La narrativa dominante, que ya analizamos en la primera parte de este texto, se desplazó en el último tiempo de la “ilegitimidad democrática” del gobierno venezolano (narrativa que ni es nueva ni empezó con las elecciones de julio de 2024, sino que data desde los tiempos de Chávez) a la lucha contra el narcotráfico y el fantasmático “Cartel de los Soles”, aunque en general “dictadura” y “narco-gobierno” siguen siendo, articulados, los significantes predominantes en la narrativa imperial.
Uno de los hitos más significativos fue la recompensa de 15 millones (después ampliada a 50) ofrecida por información que pueda conducir al arresto de Maduro, considerado el “líder de la organización terrorista global del Cartel de los Soles”. A esta declaración siguió toda una ronda de sanciones al propio Maduro y a varios otros altos cargos del gobierno. También los cinco ataques a pequeñas embarcaciones con un saldo de al menos 27 víctimas fatales fueron publicitados por el mismo Trump y lanzados a la cámara de eco de la prensa occidental, así como su sugerencia de desplazar las operaciones del espacio marítimo al terrestre.
Lo mismo vale para todos y cada uno de los movimientos militares en el Gran Caribe que ya analizamos, hasta la reciente gira del Comando Sur por el Caribe oriental. En los últimos días, la narrativa dominante y las Psy-Op pasaron de la eventualidad a la inminencia, publicitando el sobrevuelo de dos bombarderos B-52 en la Región de Información de Vuelo de Venezuela (un área técnica antes que un espacio soberano). Mucho más reciente y paradojal fue la la aprobación pública de Trump a la realización de “operaciones encubiertas” de la CIA contra Venezuela, un hecho de origen más bien prehistórico. Como ya analizamos, también el Nobel de la Paz entregado a María Corina Machado con un timing tan preciso debe ser entendido en el marco de esta campaña orquestada que busca moralizar a los propios y desmoralizar a los adversarios, así como las últimas “informaciones” que aseguran que la vicepresidenta Delcy Rodríguez negoció con Estados Unidos “una transición sin Maduro”.
La confusión deliberada entre narcotráfico y terrorismo es una de las grandes –y peligrosas– innovaciones del período. Trump y Rubio mezclan adrede los negocios ilícitos de redes delictivas descentralizadas como el Tren de Aragua con grupos armados organizados motivados por fines políticos o ideológicos que cometen actos de terror (tal es la de por sí problemática y laxa definición clásica de “terrorismo”, estirada hoy al infinito). Para el derecho internacional (y para el derecho norteamericano) los tratamientos debidos a uno y otro fenómeno son muy distintos; este es el quid del cuestionamiento hecho a Trump en el Congreso, al estar definiendo como entidades beligerantes y como combatientes enemigos a criminales comunes movidos por el lucro. Por eso los protocolos de interceptación, las garantías procesales y las labores de inteligencia son reemplazados ahora por bombardeos indiscriminados y ejecuciones extrajudiciales que parecen no haber afectado sólo a lanchas narcotraficantes, sino a humildes barcazas de pescadores, y ya no tan sólo a ciudadanos venezolanos, sino también a colombianos y –según parece– a trinitenses.
Muchos creen que el carácter hiper-publicitado de la militarización del Caribe alcanza para considerar el hecho un bluff de Trump y para descartar como imposible todo peligro de intervención real. Lo que esta mirada ignora es justamente lo que la guerra cognitiva prescribe: que las operaciones psicológicas no son la antesala o un anexo de la guerra, sino que son parte íntegra de la guerra misma. Pero veamos qué formas podría tomar esta intervención, y con qué antecedentes históricos contamos para imaginarlo.
3) El repertorio intervencionista y sus antecedentes
La mayoría de las personas con las que pudimos conversar (ministros, parlamentarios, comunicadores, analistas, comuneros, milicianos, oficialistas, opositores y desencantados) coinciden hoy en dos cosas: que la intervención es plausible, pero que la opción más probable –al menos inicialmente– no es una invasión clásica como la de la Operación Furia Urgente (en Granada, en 1983) o la Operación Causa Justa (en Panamá, en 1989), más onerosa política y económicamente, sino una intervención al estilo guerra híbrida, que combine formas de la guerra no convencional con elementos de las llamadas “revoluciones de colores” (como la Revolución Naranja de Ucrania en 2004-2005), es decir con la movilización de un componente civil y paramilitar, como se ensayó –sin éxito– en las guarimbas de 2014 o 2017 o con la Operación Gedeón de 2020. Una diferencia actual es que los Estados Unidos, pese al estrecho cerco caribeño, ya no cuentan con importantes fronteras bajo control aliado como en los tiempos del Brasil de Jair Bolsonaro y la Colombia de Iván Duque.
Uno de los principales argumentos, sobre todo para los analistas militares, es que si bien la flota desplegada en el Caribe (que ya contempla 6.500 efectivos en mar y tierra) es evidentemente demasiado grande para justificarse en una operación anti-narcóticos, es aún demasiado pequeña para invadir un país con unas muy bien entrenadas Fuerzas Armadas, con estrechos lazos de cooperación y transferencia con grandes potencias armamentísticas y con un nada despreciable componente miliciano movilizado de 4 millones y medio de personas que vigila palmo a palmo el territorio y que produce una suerte de “inteligencia popular” (que en otras ocasiones supo desbaratar incursiones paramilitares).
Una de las eternas apuestas del establishment, y uno de las primeras hipótesis, es la de inducir la fractura de la cadena de mando de las FANB, así como la ruptura general de la unión cívico-militar, espina dorsal del proceso desde los tiempos fundacionales del chavismo. Sin duda la militarización del Caribe y las cartas de la intervención colocadas –como nunca– sobre la mesa suman presiones a una corporación armada que sin embargo ha mantenido una unidad casi granítica y que fue fidelizada con importantes cuotas de poder asignadas en todos los niveles de la economía y el Estado.
Pero además de la acumulación de tensiones y la guerra psicológica, la guerra híbrida requiere de puntos de inflexión o catalizadores que induzcan la escalada. Por eso es que la hipótesis de alguna operación de falsa bandera ha circulado y circula de manera profusa. Así podemos comprender las declaraciones del gobierno bolivariano, que el 6 de octubre anunció que un “grupo terrorista local” planeaba atacar con explosivos la embajada de los Estados Unidos en Caracas como una “acción de provocación”. Recordemos que este tipo de “falsos positivos” han sido frecuentes en la historia imperial de los Estados Unidos: como la explosión del acorazado USS Maine en 1898, catalizador directo de la guerra de conquista por la que Estados Unidos arrebató a España sus posesiones coloniales en el Caribe, así como Guam y las Filipinas; la no ejecutada Operación Northwoods, que planeaba fraguar ataques terroristas en Miami y Washington para en respuesta invadir Cuba y derrocar a Castro; el llamado “incidente del Golfo de Tonkin”, que permitió a Lyndon Johnson escalar la guerra de Vietnam en 1964; o las mundialmente célebres “armas de destrucción masiva” de Sadam Husein, el falso móvil de la Guerra de Irak.
Otra variante que se maneja es la de la “extracción”, eufemismo para designar una operación quirúrgica –o no tanto– por la que un adversario es “removido”, es decir depuesto, secuestrado y llevado a los Estados Unidos o alguna de sus instalaciones militares, pudiendo incluso cometer un asesinato extra-judicial in situ. Vale la pena recordar aquí el caso del antiguo aliado contrainsurgente y colaborador de la CIA Manuel Noriega en Panamá, llevado a Estados Unidos y condenado por narcotráfico en 1989, o la captura, enjuiciamiento y ejecución expeditiva del propio Husein en 2006, así como otros casos de ejecuciones mediadas por fuerzas “rebeldes” aliadas a Estados Unidos, como sucedió con el asesinato de Patrice Lumumba en el Congo en 1961 o de Muammar al-Gadaffi en Libia en 2011. Detrás de estas tácticas se encuentra el supuesto implícito de que capturar o aniquilar al liderazgo acabará con todo el movimiento, algo que al menos no sucedió en el golpe y secuestro de Chávez en abril de 2022.
Como sea, cualquier de estas estrategias, o una combinación de todas ellas, se valdría del apoyo militar y logístico del Comando Sur, que podría intentar establecer una cabeza de playa en territorio soberano venezolano o incluso atacar o intentar controlar objetivos selectivos como las sedes de gobierno, instalaciones militares, la infraestructura eléctrica o las refinerías del país. En fin, nada nuevo –aunque sí combinado de maneras novedosas y sobre todo impredecibles– para los memoriosos de la historia colonial estadounidense, y muy a tono con lo que el antropólogo mexicano supo llamar el “terrorismo de Estado global”.