Por Lautaro Rivara
Sociólogo, periodista, docente e investigador.Postdoctorante en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
El análisis geopolítico en general, y el de las doctrinas, estrategias y narrativas de la intervención, sigue necesariamente un método indicial, como el de los detectives. Dado que las formas de intervención imperial y neocolonial son cada vez más complejas, indirectas, veladas y opacas, documentarlas mientras suceden es una tarea a veces imposible. Lo que toca, entonces, es estudiar estas mismas doctrinas, analizar los contextos precisos, trazar tendencias de larga duración y fundamentalmente atar un sinnúmero de “cabos sueltos” –a veces aparentemente intrascendentes)– todo el con fin de llegar a hipótesis razonables y verosímiles.
Además, el riesgo de cualquier analista es convertirse en Pedro, el famoso pastor de aquella fábula que anunció tantas veces la llegada del lobo que cuando efectivamente el viejo depredador atacó el rebaño ya nadie creía en su palabra. Por eso el sentido del rigor y la cautela deben acompañar la previsión de escenarios como las intervención militares, los golpes de Estado o los “cambios de régimen”, incluso en los momentos de mayor urgencia. Pero hay aún un tercer elemento: la dimensión psicológica de la guerra y la desinformación planificada (la cognitive warfaresegún los manuales al uso de la OTAN) es consustancial al intervencionismo contemporáneo, por lo que la manipulación del tiempo y las subjetividades, las falsas alarmas y la tensión prolongada al infinito son otras tantas características que singularizan a estos fenómenos.
1) El contexto: transición hegemónica y repliegue hemisférico
El primer indicio es el contexto geopolítico general, que parece propicio para emprender aventuras militares de este tipo. Ya desde la primera administración Trump –pero más claramente en este segundo gobierno– se hizo evidente la disyuntiva estratégica de la política exterior estadounidense entre sostener el inviable sueño neo-conservador de un “nuevo siglo americano” (con el control unilateral de todo el orbe), o ceder algunas posiciones globales y replegarse de manera estratégica en el hemisferio definido por la Doctrina Monroe-Adams como un “área de exclusión imperial” para relanzar así la competencia inter-hegemónica.
Es evidente que esta última es la línea que se ha impuesto, no sin tensiones y ambivalencias, lo que se expresa con claridad meridiana en la investidura de Marco Rubio –representante de la mafia cubano-venezolana de Miami– como actual Secretario de Estado. Cabe recordar que desde James Blaine (inventor del “panamericanismo”) hasta John Quincy Adams (el verdadero autor intelectual de la Doctrina Monroe) los representantes de la política exterior han sido aún más importantes que los propios jefes de Estado a la hora de definir y actualizar la geopolítica imperial.
Las pruebas de este repliegue hemisférico son bastante claras, si atendemos a las prioridades de la política exterior estadounidense en estos últimos años, a la reafirmación expresa de la vigencia de la mencionada Doctrina (con todos sus corolarios posteriores) de la que Trump hizo gala en la ONU en 2018, a los borradores filtrados de la nueva estrategia de “seguridad nacional” o a las declaraciones de Laura Richardson (ex jefa del Comando Sur) en el Atlantic Council. Mientras tanto, del otro lado del mundo, la eventual terminación de la guerra de Ucrania (o al menos su “estabilización” y la completa asunción del esfuerzo de guerra por parte de la Unión Europea), así como el “plan de paz” para Gaza y los previsibles nuevos equilibrios en Medio Oriente, prometen liberar recursos políticos, económicos y militares para redigirirlos al hemisferio occidental.
Así, mientras más pronunciado el declive hegemónico, más importante es para los Estados Unidos hacer converger sus capacidades finitas en objetivos concretos y limitados, sobre todo en su “zona de seguridad” inmediata, en donde busca garantizar el abastecimiento de bienes comunes y mercados seguros en condiciones de dependencia y excluir de la competencia estratégica –comercial, tecnológica, militar, diplomática– a potencias rivales como China, Rusia y a algunos otros países emergentes.
2) El ajedrez caribeño y la estrategia del cerco militar
En segundo lugar tenemos que atender a un rearme del Gran Caribe que no tiene precedentes desde los últimos años de la Guerra Fría, cuando las revoluciones gemelas de Nicaragua y Granada y la radicalización general de Centroamérica dieron la tónica de la contra-insurgencia en el hemisferio. Como analizamos aquí, esta remilitarización del vital espacio caribeño (territorio poco analizado en lo que refiere a la transición hegemónica) no comenzó ahora, y ha sido de tipo incremental: la refuncionalización de Guantánamo, la ocupación de Haití, la creación de la ASPAN, la Iniciativa Mérida, la reactivación de la Cuarta Flota, la Iniciativa de Seguridad para la Cuenca del Caribe y otros tantos hitos y acuerdos señalan este derrotero.
Sin embargo, esto no quita que el despliegue de una flota de guerra y el estrechamiento del cerco militar a lo largo de los últimos dos meses no tenga características distintivas (y que no implique urgencias excepcionales). En este sentido podemos mencionar el despliegue de 4.500 marines, un submarino de propulsión nuclear, helicópteros, aviones y varios destructores. Para tomar noción de la estrategia de asfixia es interesante georeferenciar estos movimientos, que en las últimas semanas se han dado al menos en Guantánamo, en Panamá, en Puerto Rico, en Granada, en Guyana y en Trinidad y Tobago.
Algunos hitos de importancia son: el desembarco en febrero de nuevas tropas estadounidenses en Guantánamo, Cuba, para reacondicionar la base como “centro de migrantes”; la remilitarización del estratégico Canal de Panamá, violando la Constitución local y el Tratado de Neutralidad de 1977, que ya analizamos en abril; el despliegue de varios aviones F-35 en la reacondicionada base Roosevelt Roads, en Ceiba, Puerto Rico, que supo ser una de las instalaciones navales más grandes del mundo, así como los ejercicios aéreos y anfibios de los infantes de marina en el “Estado libre asociado”; el incremento del presupuesto militar en un impresionante 78% en Guyana, en el marco del diferendo territorial sostenido con Venezuela en relación al Esequibo; y ahora también la expeditiva gira por el Caribe oriental de Alvin Holsey, flamante jefe del Comando Sur. Holsey solicitó a Granada la instalación de una base de radares y a Antigua y Barbuda “albergar activos militares en su territorio”. Cabe destacar que los dos Estados insulares son miembros de ALBA-TCP, lo que demuestra las líneas de fisura que se abren en un Caribe que supo ser hegemonizado por una activa e inteligente diplomacia petrolera en los tiempos de Hugo Chávez.
Si a esto sumamos los recientes ejercicios militares franceses en sus “departamentos de ultramar” (como el “Mediana-24”) y las viejas bases emplazadas en los territorios holandeses no autónomos (Aruba, Curazao), ubicados a pocos minutos de Caracas y del epicentro petrolero de Maracaibo, el cerco es casi perfecto. Cabe destacar que a diferencia de lo que sucedía hasta hace pocos años, el Brasil gobernado por el PT no representa ya una amenaza, como tampoco lo es la Colombia de Gustavo Petro –al menos a nivel estatal–, antigua cabeza de playa de operaciones paramilitares como Gedeón. Sin embargo, Estados Unidos mantiene aquí un importante ascendiente sobre grupos criminales y estructuras paramilitares que podrían ser movilizadas en pos de la intervención.
3) El narcotráfico: el falso móvil
Que el móvil fundamental de la militarización del Gran Caribe no es la lucha contra las drogas se desprende de los informes de la Organización de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), de centros de investigación independientes y hasta de la propia DEA norteamericana. Todas las investigaciones coinciden primero en el lugar marginal de Venezuela en lo que a producción de estupefacientes se refiere, quedando muy lejos de países como Perú, Colombia, Ecuador o Bolivia (o incluso de los productores de opioides sintéticos en Asia).
En segundo lugar, que las dos rutas principales de tránsito son las que se vuelcan desde los Andes al Pacífico y la que atraviesa todo el istmo centroamericano. Pero incluso si consideramos las rutas caribeñas, otros países como Jamaica y los que se dividen la isla La Española (Haití y República Dominicana) tienen roles de intermediación fundamentales, con soberanías mucho más frágiles y porosas que las venezolanas. En todos los casos, son los estados fronterizos (y republicanos) de Texas y Florida los que fungen como centros de recepción y distribución, pese a que estos no sean militarizados ni fiscalizados con el mismo celo que nuestra región. Además, los puertos del sur en la Florida son la principal usina del tráfico regional y global de armas. Es decir que Estados Unidos no es sólo el principal consumidor de drogas del mundo, sino también el mayor proveedor de las armas que alimentan a los carteles.
Por otro lado hay que insistir no sólo en la existencia obvia de estructuras criminales locales que en Estados Unidos reciben la droga, la distribuyen y lavan sus activos en el sistema financiero seudo-legal de las guaridas fiscales (también fuera del escrutinio público), sino en la vieja colusión entre la estatalidad norteamericana y el narcotráfico (los “narco-aliados” que analizamos aquí). Así, podríamos mencionar hitos como el escándalo Irán-Contra, que implicó el apoyo a grupos narcotraficantes para armar y financiar la lucha contra la Revolución Sandinista en Nicaragua, como fue documentado por el senador Kerry en 1989; la alianza contrainsurgente sostenida con Manuel Noriega en Panamá hasta su derrocamiento; o la instrumentalización de la lucha contra el crack para militarizar las comunidades afro-norteamericanas en tiempos de Reagan.
En lo que va del siglo podríamos referirnos a las “relaciones carnales” con gobiernos como los de Álvaro Uribe Vélez, aliado del Cartel de Medellín desde sus tiempos como jefe de la Aeronáutica Civil; al caso del ex presidente hondureño Juan Orlando Hernández, condenado por narcotráfico a gran escala junto con su hermano Tony en la justicia estadounidense; o a la cercanía de la administración Trump con Daniel Noboa en Ecuador, cuya empresa familiar Noboa Trading es acusada de oficiar de pantalla para la exportación de cocaína en cajas de banano con destino a Europa.
Por último, cabe señalar que la militarización de territorios y poblaciones nunca fue una estrategia eficaz para el combate a las economías ilícitas: durante los 15 años de vigencia del Plan Colombia, y con un costo de 10 mil millones de dólares, las hectáreas cultivadas pasaron en el país de 163 mil a 204 mil en 2021, manteniéndose estable la producción de cocaína en todo el período, y ocasionando un enorme costo en términos de vidas humanas y de zonas agrícolas arrasadas por la aspersión indiscriminada de glifosato. En México, la “guerra contra las drogas” de Felipe Calderón produjo un crecimiento exponencial de la violencia y los homicidios dolosos, mientras que escaló y diversificó la producción de estupefacientes, sobre todo en lo que refiere a heroína y meta-anfetaminas, ampliando el control de los carteles sobre la cadena regional de suministros.
Por eso, y en resumen, es inverosímil sostener que la militarización del Gran Caribe tiene un móvil relacionado a la lucha contra el narco: no sólo por el historial que repasamos, sino también por sus objetivos equivocados y por sus paupérrimos resultados a la fecha. Aún dando por buenos los números por otra parte inverificables de Donald Trump y el Secretario de Guerra Pete Hegseth (dado que tanto las evidencias como los testigos volaron por los aires), las cinco lanchas rápidas abatidas en estos últimos dos meses representan un volumen de drogas absolutamente irrisorio, más aún si lo cotejamos con el oneroso costo de mantener en activo la flota caribeña. En comparación, la política del gobierno colombiano, sin despilfarrar recursos militares ni celebrar la comisión de ejecuciones extrajudiciales, incautó el año pasado la cifra récord de 884 toneladas.
Por lo tanto, si ni los medios ni los resultados se condicen con el objetivo declarado, es forzoso suponer motivos inconfesables.