Por Giuseppe Gagliano. Articulista italiano.
Tras casi diez años de detención sin juicio, el Líbano ha puesto en libertad bajo fianza a Hannibal Gaddafi, el hijo menor del ex líder libio Muamar Gaddafi. Su liberación no es solo la conclusión de un asunto judicial anómalo, sino también el reflejo de un reordenamiento político y diplomático más amplio en el Mediterráneo. Detenido en 2015 acusado de ocultar información sobre la desaparición en 1978 del clérigo chií Musa al-Sadr, Aníbal se convirtió con los años en rehén simbólico de un conflicto nunca resuelto entre dos Estados divididos por la memoria y las rivalidades ideológicas.
La desaparición de Musa al-Sadr, fundador del movimiento Amal y figura clave de la identidad política chií libanesa, sigue siendo una herida abierta en la historia contemporánea de Oriente Próximo. Las autoridades libanesas siempre han atribuido la responsabilidad a Muamar Gadafi, que gobernaba una Libia aún cerrada y revolucionaria en 1978. Su hijo Hannibal, que entonces apenas tenía dos años, fue engullido cuarenta años después por un proceso judicial construido más sobre la venganza política que sobre la prueba. Su encarcelamiento, que se prolongó sin condena, fue una violación sistemática del derecho internacional y un signo de la crisis estructural de la justicia libanesa, a menudo doblegada a las presiones sectarias.
El pago de la fianza, reducida de 11 millones a 900 mil dólares, se produce en un contexto de progresivo acercamiento entre Líbano y Libia. En los últimos meses, el gobierno de unidad nacional libio ha iniciado por primera vez un diálogo oficial con Beirut, entregando documentos sobre el caso al-Sadr y abriendo canales de cooperación judicial. La liberación de Aníbal es, por tanto, también un gesto político: un intento de cerrar un capítulo de tensiones que durante décadas ha impedido unas relaciones normales entre dos países unidos por fragilidades institucionales, injerencias extranjeras y divisiones internas.
El nuevo gobierno reformista libanés, que tomó posesión en febrero, quiso presentar la liberación como un signo de independencia del poder judicial y de discontinuidad con el pasado. En realidad, el gesto tiene también un fuerte valor pragmático: Líbano, asolado por la crisis económica y el aislamiento diplomático, ya no puede permitirse mantener abiertas disputas históricas que obstaculizan la cooperación regional. Para Libia, que sigue fragmentada entre el gobierno de Trípoli y las milicias del general Haftar, la liberación de Aníbal sirve para mostrar una voluntad de diálogo y reconciliación, útil para recuperar la credibilidad internacional.
La antigua dinastía Gadafi sigue siendo un arquetipo de la disolución del poder posrevolucionario. Después de 2011, los miembros de la familia se dispersaron entre Turquía, Egipto y Omán, simbolizando una diáspora que ya no tiene patria ni papel político. La liberación de Hannibal saca a la luz una saga familiar marcada por la violencia y la venganza, pero también por un intento progresivo de normalización. En un contexto regional en el que las viejas fracturas parecen suavizarse, la figura de Aníbal ya no tiene un significado político, sino más bien simbólico: el de un pasado difícil de manejar que el mundo árabe intenta lentamente archivar.
El comité libio que apoyó su liberación habló de una «victoria de los valores humanitarios frente al chantaje político». Sin embargo, la verdad es más compleja. La decisión del tribunal libanés es el resultado de un frágil equilibrio entre la necesidad de mostrar independencia y la de normalizar las relaciones con Trípoli y sus socios regionales. En este sentido, el caso Gadafi se convierte en una lección geopolítica: en las crisis contemporáneas de Oriente Próximo, la justicia nunca es neutral, sino parte integrante del juego de poder.
La liberación de Hannibal Gaddafi marca el final de una larga temporada de venganzas cruzadas y el comienzo de un lento proceso de reconciliación. Líbano y Libia, dos países a caballo entre el Estado y el fracaso, intentan ahora reabrir canales de cooperación económica y judicial. Pero tras el lenguaje de la diplomacia permanece el eco de un pasado que sigue condicionando el presente. En este gesto de libertad reencontrada se refleja el destino de toda una región: la lucha por separar la justicia del poder y la historia del resentimiento.