por Giuseppe Gagliano
Con la explosión de las exportaciones de gas natural licuado (GNL), Estados Unidos alcanzó un hito histórico en otoño de 2025: más de diez millones de toneladas de gas licuado exportadas en un solo mes, el 70% de las cuales se destinaron a Europa. Es el comienzo de una nueva etapa en la energía mundial, en la que Washington se convierte para la Unión Europea en lo que antes fue Moscú: el principal proveedor y, al mismo tiempo, un nuevo condicionante geopolítico.
Esta primacía, alimentada por el vacío dejado por el gas ruso, se construyó mediante una combinación de sanciones, alianzas estratégicas y diplomacia económica. Los investigadores de Rystad Energy predijeron que la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca abriría «la edad de oro del GNL estadounidense»: hoy esa profecía se ha hecho realidad. Según Rapidan Energy, los pedidos firmados por empresas estadounidenses en los diez primeros meses de 2025 se han cuadruplicado respecto a 2024.
Europa, tras renunciar al metano ruso, firmó con Washington contratos de suministro que durarán décadas. Grecia fue la primera en firmar un acuerdo de 20 años con Venture Global: 700 millones de metros cúbicos anuales de 2030 a 2050, destinados no sólo al mercado griego, sino también a Rumanía, Bulgaria, Moldavia y Ucrania, a través del gasoducto transbalcánico. Atenas pasa así de terminal periférica a puerta de entrada del gas estadounidense en el continente.
Estados Unidos adquiere así una posición dominante: ya cubre más del 50% de las importaciones europeas de GNL y el 15% de las de petróleo. Una nueva arquitectura energética que garantiza a Washington influencia política, control estratégico y beneficios récord. Pero a un alto precio para Europa.
La sustitución del gas ruso por el estadounidense no es una simple operación de mercado: es una transformación geopolítica. Bruselas, a cambio del apoyo de Washington en el conflicto ucraniano y de la protección militar de la OTAN, ha aceptado vincular su seguridad energética a las exportaciones estadounidenses.
La Unión Europea pasa así de la dependencia del Este a una nueva dependencia del Oeste. Si antes el Kremlin utilizaba los suministros para ejercer presión política, hoy la Casa Blanca puede condicionar las opciones industriales y medioambientales europeas gestionando los flujos y los precios del GNL. El gas ya no llega por gasoducto, sino por barco, con mayores costes de transporte y menor flexibilidad.
Detrás del éxito estadounidense se esconde un evidente inconveniente económico. El GNL cuesta bastante más que el metano de los gasoductos rusos y esto se refleja en las facturas energéticas europeas. El encarecimiento de la energía afecta a hogares y empresas, frena la recuperación industrial y agrava las diferencias entre el Norte y el Sur del continente.
El mismo fenómeno se ha observado en Australia y en el propio Estados Unidos, donde la carrera exportadora ha disparado los precios internos del gas. La Administración de Información Energética estadounidense ha dado la voz de alarma: la demanda internacional está arrastrando al alza las tarifas nacionales y aumentando el coste de la electricidad. El Instituto de Economía Energética y Análisis Financiero confirmó que las inversiones multimillonarias en terminales de licuefacción no han generado desarrollo local, sino que han triplicado los precios de la energía.
Mientras Alemania y otros países centroeuropeos buscan exenciones temporales para mantener sus refinerías vinculadas al crudo ruso, la Comisión Europea reitera su deseo de «reducir drásticamente la dependencia energética de Moscú». Pero en realidad, la guerra de Ucrania sólo ha desplazado el eje de la dependencia, no lo ha roto.
La Casa Blanca maneja ahora un doble registro: sanciona a Rusia al tiempo que impone a Europa suministros estadounidenses más caros. Es un ejemplo perfecto de guerra económica disfrazada de solidaridad atlántica. Estados Unidos no sólo exporta gas: exporta poder.
La edad de oro del gas estadounidense supone una victoria estratégica para Washington y un empobrecimiento estructural para Europa. La independencia energética prometida por Bruselas se ha convertido en una nueva forma de servilismo.
Detrás de los contratos de 20 años firmados con empresas estadounidenses se esconde un futuro de rigidez industrial, subidas de precios y dependencia tecnológica. Europa ha perdido su neutralidad energética, cambiando la seguridad inmediata por la vulnerabilidad a largo plazo.
El gas licuado a través del Atlántico ilumina los hogares europeos, pero extingue lentamente su autonomía política.