De Lautaro Rivara. Cortesía Blog Todos los puentes.
Con pala de enterrador
Hace exactamente 20 años, el 5 de noviembre de 2005, se selló una alianza heteróclita entre los gobiernos de Hugo Chávez Frías en Venezuela, Lula da Silva en Brasil y Néstor Kichner en Argentina. Con la mirada atenta de Fidel Castro desde Cuba y con el acompañamiento –acaso menos protagónico– de Tabaré Vázquez en Uruguay y Nicanor Duarte Frutos en Paraguay (amén de la presencia de Diego Maradona, Evo Morales y otras figuras) lograron lo que parecía imposible: enterrar el más ambicioso proyecto geoeconómico de los Estados Unidos para el hemisferio, conocido como la Alianza de Libre Comercio de las Américas (ALCA).
Todavía con el viento de cola aportado por la disolución de la URSS, el gran antagonista norteamericano a lo largo de casi todo el siglo XX, los Estados Unidos de George W. Bush buscaban poner el último clavo en el cajón de la soberanía regional, concretando un proyecto acariciado desde los tiempos del Secretario de Estado James G. Blaine (1830-1893), impulsor de la Primera Conferencia Internacional Panamericana de 1889 y promotor de una unión aduanera, una zona de libre comercio e incluso de una unión monetaria entre los Estados Unidos y la región. Tanto a fines del siglo XIX como a comienzos del siglo XXI, los delegados estadounidenses debieron volver a casa con las manos vacías.
La masiva convocatoria de sindicatos, partidos políticos y organizaciones sociales de todo el continente en la ciudad costera de Mar del Plata; las movilizaciones y las escaramuzas sucedidas a pie de calle; y el concertado trabajo de zapa de los citados mandatarios redundaron en el conocidísimo eslogan que dio por tierra con la iniciativa y que sintetizó así la más dolorosa derrota infligida al gobierno de Bush hijo, embarcado en ese entonces en plena cruzada contra el “terror”: “ALCA, ALCA, ¡al carajo!”, supo gritar a las muchedumbres un Chávez que se consolidaba así como gran líder del incipiente proceso de integración regional que despuntaba. Ni el ALBA, ni la UNASUR, ni la CELAC, ni Petrocaribe ni ninguna otra instancia de arbitraje, cooperación, concertación y unidad regional resultan inteligibles sin aquel determinante hito.
El resto es historia conocida. Tras el estrepitoso fracaso del ALCA y la consolidación de un ascendente ciclo progresista e integracionista, y todavía con varios frentes de guerra abiertos en Asia Occidental y Central, los Estados Unidos relanzarían su mellada hegemonía regional negociando una serie de tratados comerciales bilaterales. Ya en los años 2013-2015, con el agotamiento de un ciclo económico muy favorable a la exportación de materias primas, el gran hegemón comenzaría lentamente a reconcentrar sus esfuerzos en la región, impulsando una fenomenal iniciativa conservadora que por vía electoral, por vía golpista o mediante diferentes mecanismos de democracia condicionada lograría imponer gobiernos subalternos en varios países de la región que habían sido tocados por la “ola” progresista y de izquierda.
Dicho esto, es necesario puntualizar que la construcción activa del recuerdo o las trampas de la nostalgia pueden llevarnos a proyectar, de manera retrospectiva, una granítica unidad latinoamericana y caribeña que nunca existió en la realidad. En la convergencia focal y más o menos táctica o estratégica de objetivos políticos y geopolíticos anidaron siempre importantes diferencias en lo que respecta a los modelos económicos, las alianzas de clase, las concepciones de la democracia, la participación en el Estado de los sujetos subalternos, las alternativas constituyentes, la radicalidad o moderación necesarias en las políticas de unidad e integración, etc. Así, es conocida la clasificación que distinguía de manera esquemática entre un polo de gobiernos menos radicales, “neo-desarrollistas” y moderadamente integracionistas (típicamente los de Brasil, Argentina, Uruguay, etc) de otros más radicales –a nivel doméstico y también a nivel internacional– e incluso tendencialmente socialistas (Venezuela, Ecuador, Bolivia, la propia Cuba, etc).
Sin embargo, la lección que nos ofrece el No al ALCA es que dichos matices –y a veces algunas francas divergencias– pueden y deben colocarse en un segundo plano a la hora de defender la soberanía, la integridad territorial y el derecho a la autodeterminación –política, económica y geopolítica– de las agresiones externas lanzadas contra el conjunto de América Latina y el Caribe. Otra pista, otro “signo” de aquellos tiempos, indicaba que las transformaciones más radicales sólo podían apalancarse y sostenerse mediante una dialéctica virtuosa entre la calle y el palacio, entre la estatalidad y la comunitariedad, entre los gobiernos populares y las organizaciones sociales, como lo evidenció la gran postal de aquellas jornadas: el multitudinario acto con el que más de 40 mil militantes abarrotaron el Estadio José María Minella de Mar del Plata.
Un nuevo “momento ALCA”
Lo dicho hasta aquí rebasa el mero sentido de la efeméride o el complaciente rol compensatorio que juega la nostalgia en tiempos de confusión, retroceso y derrota. América Latina y el Caribe enfrentan hoy un nuevo “momento ALCA”, pero ésta vez bajo coordenadas económicas y geopolíticas mucho menos auspiciosas que las de hace 20 años. La diástole histórica de comienzos de siglo ha dado paso a su sístole. Las alternativas concebibles comienzan a escasear. Las ventanas de oportunidad empiezan a cerrarse. El invierno llamado a suceder a la “primavera latinoamericana” llegó hace rato y no hay mayores indicios de algo parecido a la emergencia de un “segundo ciclo progresista” como tal, al menos si entendemos un “ciclo” como algo mucho más complejo y profundo que un fenómeno electoral circunstancial.
El repliegue estadounidense que se insinuaba hace apenas una década hoy se consuma a marchas forzadas, a caballo de una transición hegemónica que parece acelerarse cada día. Como oportunidad, pero también como fatalidad, el mundo en pugna inter-hegemónica en que vivimos ha llevado a los Estados Unidos a reconcentrar cada vez más capacidades políticas, económicas y militares en nuestro hemisferio (entendido a tono con la vieja Doctrina Monroe como un “área de seguridad imperial”) y en particular en el mare nostrum caribeño, la antigua y siempre vigente “frontera imperial”. Basta ver las exclusiones y los objetivos declarados de la recientemente abortada Cumbre de las Américas en República Dominicana, la concentración de importantes activos militares en el Gran Caribe bajo la dirección del Comando Sur y las amenazas desembozadas de intervenir Venezuela o Colombia, la expansión de una red de gobiernos completamente subalternos y alineados que canjean respaldo externo por soberanía, o el protagonismo recobrado por organismos “multilaterales” de crédito como el FMI o el BID que han vuelto a tutelar la mayoría de nuestras economías. No casualmente retornan ahora los cadáveres insepultos de Monroe, Blaine o Roosevelt.
Pero otras cosa han cambiado, también para peor. Ya no hay concentraciones de masas bajo liderazgos regionales articulados. Ya no hay insurrecciones antineoliberales de masas acaudilladas por liderazgos de izquierda, capitalizadas por vía electoral en un sentido progresista. Ya no hay sonrientes postales de la unidad ni una comunicación virtuosa entre presidentes, gobiernos y organizaciones sociales de la región: el latinoamericanismo, como idea-fuerza y vertiente histórica, carece hoy de un Estado Mayor Conjunto. Ya no hay sobre la mesa –salvo algunas excepciones en los progresismos tardíos– audaces programas de reforma estatal, social, moral o económica si no, a lo sumo, variantes cada vez más centristas o formuladas recicladas. Y sobre todo no se percibe el mismo brío en los organismos integracionistas, cada vez más inertes y burocratizados, presos del historicismo, los excesos de la retórica o la mera formalidad institucional.
Y sin embargo, estemos preparados o no, el “momento ALCA” golpea de nuevo a las puertas de la región. Pero ya no como corolario geo-económico de la vieja Doctrina Monroe y del deletéreo Destino Manifiesto, sino como su brutal y beligerante cierre militar. En este repliegue hemisférico, la zanahoria del libre comercio ha cedido paso al garrote de la coerción arancelaria, la amenaza golpista o la intervención armada.
En geopolítica las casualidades no existen. Y mucho menos si las variables irrumpen perfectamente sincronizadas. En pocos meses, las narrativas contra la “dictadura”, el “terrorismo” y el “narcotráfico” (o una combinación esperpéntica de todas ellas) inundaron buena parte de la escena política y mediática latinoamericana y caribeña. De Venezuela a Colombia, de México a Brasil, de Honduras a Cuba, gobiernos invariablemente soberanos y no alineados reciben ahora, casi sin excepción, aquellos calificativos tan estridentes que a la vez preparan y justifican diferentes repertorios de intervención imperial y neocolonial.
Debemos unir los puntos para comprender la tendencia: la masacre policial en Río de Janeiro ordenada por un gobernador bolsonarista que instaló la idea de una suerte de estado de conmoción en el gigante sudamericano; el asesinato del alcalde Carlos Manzo y la filtración de una operación secreta stadounidense para intervenir en México con la coartada de combatir a los cárteles; la “descertificación” de Colombia en la guerra contra las drogas y las acusaciones infundadas contra Gustavo Petro; la construcción de un presunto “Cartel de los Soles” que operaría en Venezuela y la región desde el Palacio de Miraflores; el nuevo ciclo de guerra judicial desatado contra el moderado Bernardo Arévalo en Guatemala; la manifiesta intervención de Trump y el Secretario del Tesoro Scott Bessent en las elecciones legislativas de Argentina; o las denuncias de una conspiración judicial-militar para irrespetar los resultados de las próximas elecciones en Honduras. Es difícil no ver en todos estos hechos una articulación operativa tendiente a garantizar la retoma del dominio más absoluto sobre la región, derrotando a los últimos gobiernos progresistas, garantizando el abastecimiento neocolonial de recursos estratégicos y desalojando del hemisferio a los grandes competidores globales.
Algunos pudieron albergar, durante algún tiempo, la ingenua idea de que el repliegue doméstico, la moderación política y discursiva, el colaboracionismo económico y diplomático o el simple silencio podrían colocarlos a resguardo de engrosar las filas del apestado “eje del mal”. Pero hay un sólo eje del mal: el que nace en la Patagonia austral y se extiende desde el Ande y el Amazonas a través del istmo centroamericano y el Mar Caribe hasta llegar a la frontera con el viejo hegemón. El “momento ALCA” no es una simple vendetta contra adversarios declarados o izquierdistas asumidos, sino una estrategia geopolítica que tiene objetivos irrenunciables y bien definidos a lo largo y ancho del hemisferio y que no tolerará, en lo sucesivo, ningún margen de autonomía regional y de soberanía nacional. Incluso el desafío planteado por el viejo ALCA palidece frente a los dramas de la coyuntura actual, mucho más violenta y peligrosa que la de comienzos de siglo. Hoy, como hace 20 años, sólo el “espíritu de Mar del Plata” y la unidad de la región en todas las instancias y niveles podrá garantizar que América no vuelva a ser de los (norte)americanos.