De Lautaro Rivara. Cortesía Blog Todos los puentes.
Después de un relativo amesetamiento en la escalada comenzada el 2 de septiembre, los movimientos militares en el Gran Caribe se aceleraron de forma vertiginosa en los últimos días. Con una sincronía notable, a la entrega del Premio Nobel de la paz a la lideresa opositora María Corina Machado –después ninguneada y desautorizada por el propio Donald Trump–, le siguieron varios hechos de importancia que vuelven más creíble que nunca una eventual agresión directa de Estados Unidos sobre Venezuela y la región.
El 14 de octubre, el ahora ex jefe del Comando Sur Alvin Holsey –cuya sorpresiva renuncia fue leída como una protesta contra la aventura militar comandada por el Secretario de Estado Marco Rubio y el Secretario de Guerra Pete Hegseth– comenzó una breve gira por el Caribe oriental, más precisamente por Antigua y Barbuda y Granada, dos países soberanos, miembros de Petrocaribe y ALBA-TCP, las más estrechas alianzas impulsadas por Venezuela desde los tiempos de Hugo Chávez. El objetivo, aún no concretado, habría sido la instalación de radares e incluso el despliegue de “personal técnico” norteamericano en las islas.
Pero la escalada no se desarrolla sólo en el mar. El 15 de octubre dos bombarderos estratégicos B-52 sobrevolaron la Región de Información de Vuelo de Venezuela. Lo mismo habría hecho el mucho más moderno bombardero B-1 (de largo alcance y velocidad supersónica) pocos días después. Según varias plataformas de seguimientos de vuelos, una de estas aeronaves habría surcado los cielos cercanos a Venezuela el jueves 23, aunque Trump lo negó. A esto se suma la concentración, ya en septiembre, de varios aviones F-35 en Puerto Rico, más precisamente en la antigua base Roosevelt Roads.
El 21 y el 22 de este mes de octubre se dieron las primeras ejecuciones extrajudiciales en el Pacífico, hundiendo dos presuntas embarcaciones “narcoterroristas” y asesinando a sus tripulantes, sumando ya un total de 43 víctimas fatales, despojadas de sus derechos humanos elementales y de las debidas garantías procesales. Se presume que varios de ellos podrían ser humildes pescadores, como en el caso del ciudadano colombiano Alejandro Carranza. Según el presidente Gustavo Petro, uno de los ataques, sucedido el día 18, se dio en aguas territoriales de su país contra una “lancha colombiana [que] estaba a la deriva y con la señal de avería puesta al tener un motor arriba”.
Lo novedoso es que la apertura de un nuevo frente unilateral de guerra concede algo de manera tácita: que la coartada anti-narcóticos no se sostiene en el Gran Caribe ni justifica el despliegue en sus aguas –ni frente al Congreso, ni de cara al estamento militar profesional ni mucho menos frente a la opinión pública norteamericana–, dado que como ya analizamos en Diario Red, hasta para la propia DEA y para organismos multilaterales como la Organización de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, la caribeña es una ruta muy marginal en relación al tráfico de estupefacientes que concentran el Pacífico y el istmo centroamericano (más del 90 por ciento).
El 22 de octubre Trump afirmó que había autorizado a la CIA a realizar operaciones encubiertas dentro de Venezuela. Pero ya una semana antes The New York Times había filtrado que dicha autorización se dirigiría a «operaciones encubiertas destinadas a debilitar al gobierno de Nicolás Maduro y favorecer una transición política en Venezuela» y que incluiría «financiamiento de grupos disidentes, ciberataques y sabotajes a infraestructura crítica», desbaratando por completo la narrativa oficial. Nada nuevo en lo que a la historia reciente de Venezuela y la región refiere. El accionar de la CIA en América Latina y el Caribe está plenamente documentado desde el golpe de Estado al presidente guatemalteco Jacobo Arbenz en 1954, pero también en otras tentativas bien o mal sucedidas de “cambio de régimen”: la invasión de Playa Girón y la Operación Mangosta en Cuba, el golpe de Estado que derrocó a João Goulart en Brasil en 1964, la coordinación de las dictaduras del Plan Cóndor desde mediados de la década del 70 o el apoyo a la “Contra” en el marco de la revolución sandinista de Nicaragua en los 80. Lo mismo vale para el ciclo golpista del presente siglo, desde Honduras hasta Bolivia, incluyendo años de ataques y sabotajes a infraestructura crítica –sobre todo eléctrica y petrolera– en la Venezuela bolivariana.
El jueves 23 Washington anunció junto a Trinidad y Tobago –un país independiente, miembro de la Mancomunidad de Naciones británica– la realización de ejercicios militares conjuntos frente a las costas de Venezuela –ubicadas a apenas 11 kilómetros del archipiélago trinitense– con la participación del buque de guerra norteamericano USS Gravely. Esto ha acarreado numerosas críticas, regionales y domésticas, a la trinitense Kamla Persad-Bissessar. El hecho no sorprende, dado que Primera Ministra se acercó a Trump ya desde su primera administración, supo apoyar al auto-proclamado “presidente encargado” Juan Guaidó, es partidaria de una política migratoria intransigente que afecta sobre todo a la población migrante venezolana, criticó la explotación gasífera conjunta entre Caracas y Puerto España y apoya a Guyana en el diferendo territorial que este país sostiene con Venezuela.
El mismo día jueves, en su conferencia de prensa Trump no descartó enviar a Hegseth a rendir cuentas al Congreso, a tono con las críticas crecientes no sólo de parte de la oposición demócrata si no también de voces de peso del universo MAGA, más característicamente aislacionistas, como las del ex asesor estrella Steve Bannon o la activista supremacista Laura Loomer. Sin embargo, Trump descartó hacer una declaración formal de guerra, y anunció que pronto las operaciones de desplazarían desde aguas internacionales hacia el espacio terrestre de Venezuela, disparando las últimas alarmas. En respuesta, el gobierno venezolano comenzó la realización de nuevos ejercicios militares conjuntos de 72 horas de duración entre la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, los cuerpos policiales y las milicias del país, cubriendo todo el territorio costero desde el estado Zulia, en la frontera con Colombia, hasta el estado Sucre, cercano a Trinidad y Tobago.
Ayer, viernes 24, el Departamento del Tesoro impuso sanciones al presidente colombiano Gustavo Petro, a su esposa e hijo, así como al Ministro del Interior Armando Benedetti, incluyéndolos en la lista de la Oficina de Control de Activos Extranjeros, popularmente conocida como la “lista Clinton”. Contra toda evidencia, el comunicado oficial asegura que bajo el gobierno del Pacto Histórico “la producción de cocaína ha alcanzado niveles récord”. Por el contrario, la producción de cocaína en Colombia se estancó por primera vez en años, después de la ralentización comenzada en 2021. A su vez, la exportación desde puertos colombianos se redujo en sintonía con el mayor protagonismo adquirido por Ecuador en la nueva geopolítica del narcotráfico, mientras que en Colombia la incautación alcanzó niveles récord. Las sanciones siguen a la “descertificación” del país en la lucha contra las drogas, a la revocatoria de la visa de Petro por su intervención en Nueva York en favor de la causa palestina, al congelamiento de toda financiación al país cafetero y a la invectiva de Trump, quien aseguró que el presidente colombiano era un “capo del narcotráfico”.
Para redondear la escalada, y en lo que constituye el movimiento militar más peligroso y premonitorio de todos, el mismo viernes Hegseth anunció que un portaviones de primera clase, el USS Gerald R. Ford, sería desplazado desde el Mediterráneo al Mar Caribe acompañado de una flotilla, lo que podría acrecentar sustancialmente los más de 10 mil efectivos militares apostados en la subregión. Si uno de los principales argumentos para descartar la posibilidad de una intervención directa era el número limitado de tropas concentradas, este argumento empieza a desvanecerse rápidamente.
Y si desplegar miles de marines, varios destructores, aviones, drones, vehículos anfibios y un submarino de propulsión nuclear parecía completamente fuera de escala en relación al objetivo aludido de destruir algunas lanchas rápidas de presuntos narcotraficantes, la movilización del más moderno portaviones de que dispone la principal potencia militar del planeta equivale a la pretensión, ridícula e inverosímil, de cazar moscas con armas nucleares. Es más evidente que nunca que lejos de combatir al narcotráfico la militarización del Caribe busca inaugurar una nueva “guerra eterna”, esta vez en el hemisferio occidental, en el corazón del “mare nostrum” caribeño.
Lautaro Rivara: sociólogo, periodista, docente e investigador.Postdoctorante en el Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).